viernes, 21 de noviembre de 2008

Espacio y Palabra: Repensar la Postmodernidad en el Aula



“No hago nada, es cierto. Pero veo pasar las horas —lo cual vale más que tratar de llenarlas.” E. M. Cioran, 1973

Dr. Francisco Morales Zepeda

Resumen
Al vaciarse de contenido la modernidad es prácticamente imposible pensar en la perspectiva de un único proyecto educativo que sea rector del proceso de enseñanza y aprendizaje en el aula, pero al avizorarse la debilidad de los planteamientos de la postmodernidad, es posible que imaginemos el replanteamiento de la trascendencia de esta perspectiva dentro de la misma.
Palabras Clave: Modernidad, Postmodernidad, Curriculum, Palabra, Espacio, Cultura.

La palabra es el entorno de comunicación por excelencia, representa en sí misma el conjunto de posibilidades de representaciones conceptuales que podemos hacer del espacio humano a partir de las generalizaciones con las que se describen los distintos contextos en los que nos desenvolvemos; esta “demarcación” del contexto de lo humano por la palabra nos permite tomar sentido de la realidad a partir de una cultura compartida en el signo y el símbolo; y es a la vez la única garantía de trascendencia que tenemos como especie, la modernidad nos permitió contar con una invención que nos garantiza esto, y es el más importante logro institucional de esta época, después del estado, la escuela.

La escuela es la que nos permite la educación de la generación más joven a partir de un mecanismo que nos hemos dado para garantizar la internalización de las generalizaciones conceptuales de la cultura humana, y el entorno en el que esto es posible es el aula. Por lo que al perderse la “continuidad” de la modernidad se presenta ante nosotros la necesidad imperante de repensar la escuela.

La materialización de la palabra en el último cuarto del siglo XX es la región pretextual en la que se presenta la ruptura de una nueva generación ante las generalizaciones de la ciencia en su condición de sinónimo de progreso, el entorno iconográfico es usado por los mass media para contraponer a la visión de mundo, la visión de mundo mercado (Mattelart, 2002) en el “(…) que la fascinación por la sociedad de las redes, podrá hacer creer un siglo más tarde, la representación reticular del planeta es, pues, muy anterior a lo que ha convenido en llamar “revolución de la información”. El concepto de red ya hace juego con la noción biomórfica de interdependencia, tomada del universo de la célula” (Mattelart, 2002, Pág. 51)

El pensamiento racional de la ilustración ha caído en una encrucijada en la que se presenta el “fin” de las explicaciones basadas en las generalizaciones conceptuales de las macroteorías, la perdida de la esperanza en la ciencia como garantía de la estabilidad del discurso totalizador, y refugio de las explicaciones científicas en los linderos de la microhistoria social, dio paso a los discursos que se centran en los temas comunes, los cuales comienzas a contar con adeptos en el mundo de las ideas.

La parcela de las historias “se amplia” en miradas que se achican en la discursividad de las microexplicaciones, los fragmentos de la realidad y constituyen a una totalidad preestablecida por el mundo del consumo y de la imagen.

De la Modernidad a la Postmodernidad: ¿Nuevo rumbo o cambio estético?

La modernidad como proyecto humano que explica la realidad de la sociedad occidental en el contexto del estado capitalista del siglo XVIII, cuya “vida” cultural deja de tener un papel relevante en el mundo de la imagen, se desdibuja al debilitarse las bases en las que se soporta su consolidación y existencia: el estado nación, la ciencia, y el culto a la figura humana; aspectos le permitieron siglos de plenitud al capitalismo industrial.

La condición de hiperindividualismo, es un aspecto que se promovió en el ceno mismo de la modernidad, en ella se incubaron las condiciones que dieron paso a una nueva perspectiva para explicar las realidades en las que se desarrolla en las sociedades de consumo abierto (mercado libre) de finales del siglo XX y la primera década del XXI. Así, bajo un contexto de “decadencia” de las instituciones estatales, el desánimo y la pérdida de credibilidad de lo humano, se presenta lo que para algunos autores (Lyotar,1987; Harvey,2004; Habermas, 2002) es el siguiente paso en el capitalismo, el que deja atrás a la modernidad y su concepción de mundo-estado: La Postmodernidad.

La modernidad no es sólo un discurso ideológico, se expresa en las condiciones materiales a partir de las cuales se ha distribuido los equilibrios de poder del estado, presentando a éste, como la institución artífice de la modernización del mundo, tomando como marco de referencia a un conjunto de principios, que van desde la supremacía de la razón científica en su culto al progreso a la perspectiva de un futuro de enajenación de la naturaleza.

La erosión del discurso de la modernidad, y con él la palabra que soportaba el progreso como garantía de la transformación social que se presenta como consecuencia directa del desmantelamiento de los proyectos de identidad nacional constituidos tras la independencia de EEUU y la Revolución Francesa en el siglo XVIII.

“La postmodernidad, o condición postmoderna, podría definirse como una condición social propia de la vida contemporánea, con unas características económicas, sociales y políticas bien determinadas por la globalización de la economía de libre mercado, la extensión de las democracias formales como sistema de gobierno y de dominio de la comunicación telemática que favorece la hegemonía de los medios de comunicación de masas y el transporte instantáneo de la información a todos los rincones dela tierra”. (Pérez, 2000, pág. 23)

La filosofía como entorno en el que se debate de las ideas, y en el que la palabra conjuga analogías y parábolas con las que se desvela la condición material del mundo ha estado atenta a la continua fragmentación del discurso de la modernidad, no son pocas las veces que ha actuando en contra de ella y ha denunciando el utilitarismo y la enajenación del hombre por la maquina.

“En realidad, las cinco grandes escuelas (simbolismo, expresionismo, futurismo, constructivismo y surrealismo) fueron las que denunciaron, combatieron y pronosticaron la decadencia de la modernidad, la representación y el formalismo, lo hicieron con un discurso que se parece mucho al discurso postmodernista. De hecho, sin reduccionismos, el postmodernismo no es más que la crítica del vanguardismo estético a toda la sociedad. El postmodernismo guarda una continuidad sólo en este sentido con la modernidad. Por eso se ha vuelto tan actual Heidegger quien decía que el arte es el único lugar donde se encuentra la verdad.” (Pinzón, 2006)

El culto a la imagen en la que se centra el discurso postmoderno, suplanta la ética por la estética, al tiempo que exige la presencia de símbolo en el que soporta “la confianza de los inversionistas”, el mercado, convirtiéndolo en la única condición de legitimidad de lo humano.

Así, la postmodernidad no se expresa en valores de cambio sino en valores de uso, es decir, valores en los que la búsqueda de satisfactores sociales se enmarca en el culto a la opulencia y la “sofisticación” de los gastos imponiendo una de las vertientes de la sociedad, aquella que se desalienta así misma permanentemente, en una insatisfacción perene.

“El consumo como medio de identificación lleva a las personas a usar ciertas etiquetas y a reunirse con ciertas personas o en determinados lugares queda afinidad a cierto grupo, el cual en sí mismo es, en ocasiones, una creación de los medios de información. Ir a un concierto o a una exposición puede satisfacer necesidades estéticas, pero también la necesidad de estar en compañía de cierto grupo con el cual se busca identificación. De igual manera, comparar ciertas marcas de pantalones de mezclilla o autos es algo más que vestirse o tener movilidad: proporciona estatus y la sensación de formar parte de un grupo identificable.” (Larrain, 2004, pág.210)

La imagen en la sociedad de consumo pasa a ser el entorno en el que se sintetizan los logros humanos, cada una de las necesidades humanas (vestido, alimentación, salud, educación) se enmarcan en un contexto en el que se legitima el “uso” como entorno simbólico en el que el culto a la mercancía se transmuta, trascendiendo los contornos de las relaciones que se entablan en la vida cotidiana, todas ellas mediadas por la mercancía.

“El fundamento de esta esperanza es la comprensión y profundización en el carácter simbólico de todo proceso, individual y/o grupal de construcción de significados propios de todo individuo de la especie humana. Dicho carácter simbólico de todo proceso, individual y/o grupal de construcción de significados, al entender lo inevitable de la condición polisémica de toda representación humana, en parte ligada a los referentes comunes, en parte dependiente de procesos subjetivos idiosincrásicos. La conciencia de este proceso universalmente compartido de construcción contingente de significados facilita la apertura al otro y el entendimiento de las diferencias.

Si somos conscientes del carácter polisémico de todas nuestras representaciones culturales, individuales o colectivas, es fácil admitir la contingencia de nuestras creencias y convicciones y, en consecuencia, establecer puentes para la mutua comprensión y para el respeto a las convicciones ajenas.” (Pérez, 2000, pág. 41)

El entorno del consumo planteado por la “economía del ocio” se entrelaza con una visión simplista de lo que nos rodea, esta forma de percepción “natural” toman relevancia discursos apegados a una postura utilitarista de las relaciones humanas, que se caracterizan por entornos en el que se aprecia una separación pronunciada de la ética y la moral al desvincularse de planteamientos que nos identifican con los otros.

“El absoluto relativismo cultural e histórico, la ética pragmática del todo vale, la tolerancia superficial entendida como ausencia de compromiso y orientación, la competencia salvaje, el individualismo egocéntrico junto al formalismo social, el reinado de las apariencias, de las modas, del tener sobre el ser, puede considerarse las consecuencias lógicas de una forma de concebir las relaciones económicas, que condicionan la vida de los seres humanos, reguladas exclusivamente por las leyes del mercado. Es evidente que todos estos aspectos de la cultura contemporánea, postmoderna, están presentes en los intercambios cotidianos fuera y dentro de la escuela, provocando, sin duda, el aprendizaje de conductas, valores, actitudes e ideas determinadas”. (Pérez, 1997. Pág. 46)

El fetiche (Marx, 1946) se convierte así en el icono de la enajenación y alienación de la condición humana en la sociedad del hiperindividualismo, en la postmodernidad nada tiene más valor que aquellos aspectos que se transmutan a la imagen.

La osificación de la palabra en el espacio

La conformación de un espacio social que transciende los límites de una explicación humana, que no se acota a las leyes de la naturaleza y de la sociedad, que se observa como producto de una condición galopante de la imagen en el entorno de mercantilización de la realidad, condiciona necesariamente todo a una temporalidad efímera.

“Hay varios indicios de que la cultura de masas contemporánea y los medios electrónicos de información –con su salto radical a las reservas del silencio disponibles- pueden alterar el carácter de la ilustración, de que vencerán las formas “no privadas”. En los lenguajes del kitsch y la subcultura de la educación urbana moderna (lo que es verdad hoy para Occidente lo será mañana para el Este y las zonas subdesarrolladas), la autoridad del contenido vital se ha apartado de las pautas sintácticas y lógicas de la palabra escrita. Cada vez más, los significados y las actitudes son transmitidos y hechos memorables mediante la asociación auditiva –los ripios rimados, los ¡oh! Y los ¡ah! de los anuncios publicitarios- y los medios gráficos de los carteles y la televisión. La imagen leída retrocede ante la imagen fotográfica y la televisual, y los alfabetos gráficos de tebeos y manuales educativos” (Steiner, 2003, pág.422)

En el contexto de la ruptura de los límites de la modernidad, los estudios filosóficos de Cioran se presentan ante nosotros como los de un espíritu más que impulsó la ruptura de los canales tradicionales de comunicación.

“La filosofía de la desesperanza es la búsqueda de la Nada: “He buscado la geografía de la nada, de los mares desconocidos, y otro sol, puro del escándalo de los rayos fecundos; he buscado el acunamiento de un océano escéptico donde se ahogarían los axiomas y las islas, el inmenso líquido narcótico y suave y cansado del saber”. “La idea de la nada no es la apropiada para la humanidad laboriosa: los atareados no tienen ni tiempo ni ganas de sopesar su polvo; se resignan a las durezas o a las estupideces de la suerte; esperan: la esperanza una virtud de esclavos” (Cioran citado en Pinzón, 2006)

Las palabras de Cioran toman sentido, al igual que los simulacros de Jean Baudrillard (1987), el culto a la decadencia, la ironía de los entornos no humanos y su simbolización en la cultura humana trastoca las explicaciones de la ciencia racional de Descartes; los grandes flujos de información se confunden con capital y los bienes “intangibles” inundan el mercado financiero internacional.

A la par de la consolidación del sistema financiero internacional, el discurso de la postmodernidad, se ve envuelto en un halito de “eficacia” de las políticas neoliberales y la conservación, aspecto al ser verbalizado (internalizado por los alumnos) con el que se ha negado de distintas formas.

La condición de lo “intangible”, de lo nuevo como sinónimo de lo inalcanzable se ve expresada en el abandono de la rectoría del estado sobre la estructura y por tanto en la expresión cultural en la que se soporta la ideología dominante.

La palabra envuelta en la retórica del libre mercado ha servido de ariete para que se abran los mercados nacionales a la “libre circulación” de mercancías, ahondando de esta manera en las desigualdades Norte-Sur producto de un desequilibrio permanente en los intercambios regionales de estos dos extremos del planeta.

Dos fenómenos se presentaron como parte de un mismo acto en el neoliberalismo, por un lado, se desmantelaba en los años 70’s el discurso del “Estado Benefactor” en los EEUU e Inglaterra y por el otro, se conformó un discurso ideológico en el que los “neoconservadores” desarrollaron sus tesis de libre mercado durante más de tres décadas, pero, para que la explicación que emanaba de las dilucidaciones de los “expertos” del libre mercado tuviera un asidero en la realidad era preciso desmontar los derroteros de la modernidad, de ahí que ésta fue el centro de sus ataques más feroces.

“(…) los neoconservadores acogen con beneplácito el desarrollo de la ciencia moderna, siempre que ésta no rebase su esfera, la de llevar adelante el progreso técnico, el crecimiento capitalista y la administración racional. Además recomiendas una política orientada a quitar la espolea al contenido explosivo de la modernidad cultural. Según una tesis, la ciencia, cuando se la comprende como es debido queda irrevocablemente exenta de sentido para la orientación de las masas. Otra tesis es que la política debe mantenerse lo más alejada posible de las exigencias de justificación moral-práctica. Y una tercera tesis afirma la pura inmanencia del arte, pone en tela de juicio que tenga un contenido utópico y señala su carácter ilusorio a fin de limitar la intimidad de la experiencia estética” (Habermas. 2002, p. 35)

Las palabras como unidad de análisis en el que se compone el discurso organizan nuestras ideas al mismo tiempo que ordenan un ámbito de acción para nuestra interpretación de la realidad, de ahí que la conformación de un entorno perceptual de “trascendencia de la modernidad” se diseño desde los despachos de comunicación de la Casa Blanca y el Palacio de Buckingham.

“El mundo de nuestras experiencias necesita ser simplificado y generalizado enormemente para que sea posible lleva a cabo un inventario simbólico de todas nuestras experiencias de cosas y relaciones; y ese inventario es indispensable si queremos comunicar ideas. Los elementos del lenguaje, los símbolos rotuladores de nuestras experiencias tienen que asociarse, pues, con grupos externos, con clases bien definidas de experiencia, y no propiamente con las experiencias aisladas de sí mismas. Sólo de esa manera es posible la comunicación; pues la experiencia aislada no radica más que en una conciencia individual y, hablando en términos estrictos, es comunicable.” (Sapir, 1977, pág. 19)

La ruptura de la modernidad es ante todo la negación del proyecto político de una época marcada por la creencia del progreso y lo infatigable de la ciencia y su aplicación en la tecnología, y en lo político se expresa en el contexto del “espacio público” como entorno de mediación entre el que gobierna y el que es gobernado.

“(…) la concretización de los valores universales y de otros importantes valores políticamente efectivos se realiza a distintos niveles en la sociedad moderna, directa o indirectamente, siempre que exista un espacio público que permita y asegure la propia contestación. La auténtica existencia de un espacio público y el derecho a utilizarlo, un derecho al alcance de todos después de la desaparición de la(s) clases(s) política(s), garantiza la propia elección entre utilizarlo o no. Son los mismos actores los que deciden si un tema particular debe o no llevarse al espacio público.” (Heller, 2000, pág. 93)

El espacio pretextado en lo “público” se convierte así, en un entorno en el que no sólo se recupera la interacción humana ante la debacle de lo intangible, es al también la recreación de la economía del signo, que rebasa “el espejos de la producción” (Baudrillard, 1983) del productivismo en el que se sustenta el sistema capitalista mundial.

“El Orden global contemporáneo, o el desorden, es así una estructura de flujos, un conjunto des-centrado de economías de signos en un espacio. Pero se hace cada vez más evidente la presencia de un conjunto de desarrollos radicalmente otros, propicios y contrarios a esas redes asimétricas de flujos. Hay pruebas de que los mismos individuos, los mismos seres humanos que quedan sujetos a esas economías, se hacen más reflexivos sobre ellas. Junto a las mayorías silenciosas, los adictos a la pequeña pantalla, al “agujero negro” de la semio-vista de Baudrillard, muchísimos hombres y mujeres toman una distancia más crítica y reflexiva de las instituciones de la nueva sociedad informacional” (Lash, 1998. Pág. 17)

El espacio en su condición de presencia, en su permanencia frente a las declaraciones de su fin, se presenta ahora, tras el colapso financiero internacional como el único bien tangible en el que se soporta la actividad que remunera economía: el trabajo humano, erigiéndose ante el paisaje la pregunta ineludible: ¿cómo reconstruir el mundo tras la postmodernidad? La respuesta nuevamente está en la palabra y en la interpretación de los nuevos contextos que nos convocan a releer desde el silencio (entendido como momento de vigilia) las orientaciones filosóficas que den pauta a la recuperación ética y moral del ser humano.

En América Latina las condiciones de difusión del la postmodernidad y el postmodernismo se edulcoran con las promesas de “modernidad” del neoliberalismo, no es así ajeno para los “tecnócratas” del tercer mundo educados en Harvard, las condiciones de debilidad institucional en el que se desarrolla el capitalismo tardío de esta región del mundo.

“El postmodernismo latinoamericano no es parte de una Internacional Postmodernista y, sin duda, no es reducible a un postmodernismo europeo. Como Richard misma expresa: “postmodernismo significa para nosotros, en cambio, un horizonte de problemas en relación con el cual podemos discutir significaciones locales que son afectadas (de manera desigual) por mutaciones políticas, sociales y culturales del mundo contemporáneo”. Incluso celebrar el carácter evasivo y polimorfo de esta corriente como un modo de escapar del purismo ideológico y todos los intentos por controlar la discursividad.” (Larrain, 2004, pág. 226)

De la mano del discurso de “adelgazamiento” del estado, los políticos tecnócratas asumieron posturas de apertura unilateral de los mercados nacionales (en el caso de México con Miguel de la Madrid a partir de 1982) dando paso así a un entorno discursivo en el que se pondera a las empresa, la organización, por encima de las instituciones.

El discurso neoliberal pronto es orientado a todos los aspectos de la vida nacional (la administración pública es la primera en “modernizarse”), incorporando el discurso de la “planeación estratégica” con una propuesta de flexibilización y entrada de la iniciativa probada al orden público, frente a la “planeación nacional” con un carácter centralizado.

La educación no fue ajena a esta nueva realidad en la planificación escolar y en la propia administración escolar, que pasaría ahora a tomar el concepto de “gestión escolar” (SEP, 2006) incorporando así la analogía entre la dirección de la empresa y la escuela, a través de conceptos como calidad educativa, misión y visón de la escuela, evaluación, entre otros aspectos.

El aula como entorno de reconfiguración de la Postmodernidad

La contradicción entre el curriculum y la planeación escolar se expresa en las dificultades que los profesores tienen para llevar adelante actividades didácticas por parte de los profesores.

“(…) no cabe olvidar que la escuela es una conquista social de la era moderna y que tanto en su estructura como en su funcionamiento se encuentra adaptada a las exigencias sociales, políticas y económicas de aquella época. En virtud de dichas exigencias, la escuela se conforma como un espacio desgajado para la transmisión de la cultura y del saber que de otra forma no puede llegar a todos los rincones de la sociedad. Nadie nos puede garantizar ya que con el desarrollo actual de la tecnología de la comunicación de masas, en la era postmoderna de la aldea global, perfectamente extendida y omnipresente en los lugares más recónditos y en los hogares más pobres, la escuela no deja de ser ya imprescindible para cumplir la función social de preparar el capital humano que requiere la movilidad del mercado laboral.” (Pérez, 1997, pág. 47)

La escuela como entorno que garantizaba la continuidad del proyecto del estado-nación como la movilidad social presenta signos de agotamiento, esto se ve expresado en los niveles de deserción escolar y el abandono temprano de la escuela por las capas sociales más bajas. La escuela ha dejado de jugar el papel de garante en el censo de las clases sociales (Molina y Saldaña, 1999), gestándose así el abandono de la misma en una forma constante desde el última década del siglo XX.

“(…) parece evidente que las escuelas en las sociedades postindustriales les cumple este complejo y contradictorio conjunto de funciones: socialización, transmisión cultural, preparación del capital humano, compensación de los efectos de las desigualdades sociales y económicas… Ahora bien, solamente desarrollará una tarea educativa cuando sea capaz de promover y facilitar la emergencia del pensamiento autónomo, cuando facilite la reflexión, la reconstrucción consciente y autónoma del pensamiento y de la conducta que cada individuo ha desarrollado a través de sus intercambios espontáneos con su entorno cultural.” (Pérez, 1997, pág. 49)

La condición de una escuela anclada en la cultura “moderna” a condicionado por mucho el desarrollo de la institución, arriesgando en muchos casos su permanencia, no como la institución educadora por excelencia, sino como punto de referencia para la legitimación social de las aspiraciones de grandes capas sociales.

“Parece claro que la escuela vigente en la actualidad y que hemos conocido prácticamente inalterable e igual a sí misma, excepto interesantes excepciones, desde hace ya muchas décadas, corresponde a la cultura moderna. En el mejor de los casos, la escuela, que siempre ha cambiado a remolque de las exigencias y demandas sociales, ha respondido a los patrones, valores y propuestas de la cultura moderna, incluso cuando proliferan por doquier los síntomas de su descomposición, las manifestaciones de sus lagunas, deficiencias y contradicciones.” (Pérez, 1997, pág. 61)

Repensar la escuela pasa necesariamente por repensar las actividades escolares que se llevan a cabo en todo el conjunto del edificio escolar, es volver a configurar el proyecto de centro desde las actividades que se desarrollan al interior del aula, esto es así, porque es ese entorno en el que el profesor y el alumno, no sólo interactúan con los contenidos escolares, también con creencias sociales que se arraigan en las concepciones futuras de quienes han transitado por un entorno educativo.

“La educación y las creencias culturales, en general, se reducen a mercancías, pero disimulando las redes económicas y los intereses políticos que se encuentran detrás de esta posición mercantilista. Este ocultamiento de lo que en realidad significa convertir al sistema educativo en un gran centro comercial se acompaña de abundante publicidad y de discursos demagógicos acerca de la defensa de libertades del “apoliticismo” y neutralidad, cuando, al mismo tiempo los sectores más conservadores y ultraliberales, aun antes de acabar pronunciamientos semejantes, ya están exigiendo fondos públicos para sus propuesta privadas de educación y demás negocios bajo rótulos culturales.” (Jurjo, 2001, pág. 41)

La escuela en el marco de la política neoliberal es vista como una “empresa” que distribuye un producto “intangible” que impacta directamente en el desarrollo cultural de la sociedad, ese “capital cultural” del que habla Pierre Bourdieu (2001) condiciona las relaciones en las que se expresa la oferta y la demanda de los centros escolares, lo que nos deja una perspectiva que desvirtúa el papel de la escuela en la sociedad, borrándola de un plumazo de las políticas públicas al deslindarla de su condición de garante, insisto, del proyecto de nacional.

“El nuevo “gerencialismo” (Sharon Gewirtz y Stephen Ball, 2000), que parece estarse imponiendo y promoviendo como modelo de gestión de los centros escolares, se caracteriza por su autoritarismo, frente a modelos más democráticos de gestión definidos por el debate y la negociación. Su foco de atención pasa a ser el servicio a la comunidad para atender sólo a los intereses de las familias que le encomiendan la educación de sus hijos e hijas y, en el caso de los colegios concertados, también los de los grupos propietarios del centro. La toma de decisiones están regidas por el instrumentalismo y la economía de los costes, frente a otras concepciones, donde lo que guía es el compromiso con la justicia, la igualdad de oportunidades y el bienestar del alumnado. El ambiente escolar que se genera con las filosofías gerencialistas es de competitividad, frente a los más participativos y democráticos, donde el valor que rige la vida en el centro es de cooperación y ayuda. (Jurjo, 2001, Pág. 74)

De la misma forma que la tendencia es empresarial en la organización de la gestión escolar, en la presentación de los contenidos escolares y el curriculum la presencia de este discurso postadmisnitrativo se hace presente en el modelo de “flexibilidad curricular” (Barrón, 2004). Un modelo que no proviene de una perspectiva educativa sino económica.

“Puede advertirse que la flexibilidad, aunque es un fenómeno subordinado a un proceso global de reconversión económica en la lógica de la globalización, se ha convertido en una estrategia clave de dicho proceso, por lo que no es posible entenderla al margen del contexto general en el que se aplica. En esa dirección, la traslación de la estrategia de flexibilidad al mundo de la educación superior supone propósitos adicionales. Mientras que la flexibilidad en el trabajo exige otros perfiles profesionales y nuevos contenidos en el trabajo, la flexibilidad en la educación, en particular en el ámbito curricular, incorpora la necesidad de nuevos perfiles de egreso, en los que sobresale la versatilidad para enfrentar las demandas del mundo del trabajo.” (Barron, 2004, pág. 22)

Los embates del discurso de la escuela-empresa en el ámbito educativo, han logrado introducir al maestro en la incertidumbre de su propio fruto, lo que condiciona necesariamente la trascendencia de las actividades que se realizan en el aula, el docente ha dejado de planear a largo plazo, para convertirse en un “técnico” del contenido, un operario de las actividades didácticas en el aula, al que poco o nada le dice la teoría educativa.

“Los educadores tenemos un gran reto en el futuro. No podemos ser únicamente espectadores pasivos de ese futuro, sino que nos hemos de reservar un papel de sujetos-actores. Ante una realidad que nos mostrará a la vez, por un lado, la exclusión, el desencanto, la violencia y las opresiones sociales y económicas de unos pueblos por otros, tendremos que preguntarnos: ¿podemos encontrar desde la educación soluciones o alternativas al actual sistema de relaciones de poder? O la pregunta que se hace Juan Gytisolo (1998) “¿Qué puede hacer el ser humano para defenderse de esta catástrofe programada?”” (Imbernón, Et. Al., 1999, pág. 78)

La trascendencia del espacio educativo, del aula como entorno en el que se desmitifica la realidad, en el que las generalizaciones de la ciencia se hacen presente, hacen indispensable que repensemos lo inevitable, la postmodernidad, debatir la posibilidad de repensar de la acción del docente es un paso necesario para transitar en un debate que está pendiente y al que nos invita Ágnes Heller (2000) en su libro “Historia y Futuro, ¿Sobrevivirá la modernidad?”, dependerá de los propios profesores tomar ese reto.

Conclusiones

La profesionalización de los docentes pasa necesariamente por el debate de los aspectos constitutivos de la acción profesional de los docentes en el aula, es decir, por las acciones que dibujan su actividad docente más allá de los límites de la profesión de educador, su presencia ética y moral en la escuela y la sociedad, su capacidad de resolución técnica y los motivos que lo impulsan a presentarse en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Viene a cuenta este repaso por los aspectos del profesionalismo en un momento en que la escuela como institución de la modernidad ha desdibujado sus contornos.

Un papel más activo por parte de los docentes hace necesario una propuesta de un nuevo curriculum para la formación de los docentes, en el que el permanente debate de su formación se presente como un aspecto recurrente del mismo.

Los docentes no pueden dejar de pensar el aula, como un ejercicio en el que la palabra y el espacio entran en juego para contextualizar la temporalidad de las explicaciones científicas que conforman su propia profesión.

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